Los amantes viejos,
de años,
de décadas.
Los que estuvieron aquí
desde antes de las canas,
de los quebrantos y las casi muertes.
Esos amantes que fueron incendio
y tras la llamarada voraz,
permanecieron.
Esos amantes que saben
que no siempre fuiste vieja.
A los que les puedes hablar
de la compartida juventud.
A los que les puedes preguntar:
«¿Te acuerdas?».
A los que siendo viejos,
se saben jóvenes,
desde la memoria del primer día,
ocultos en una calle oscura
demasiado pobres para pagar un cuarto
y demasiado tímidos para ser plenos.
Esos amantes que a tu vida vuelven
tras varias eras,
con cicatrices,
con hijos, infartos o la piel vencida.
Pero con la memoria viva
de ese poema que en tu oído desplegaron.
Son un hogareño retorno. Una chimenea encendida.
Son como rescatar del agua
un barco a la deriva.
Siempre nos queda algo
de nuestros viejos amantes:
el espanto, la dicha, la penumbra.
Cada toque,
cada beso,
matizó nuestro sendero.
Ofrendaron–a veces fugazmente–
sus cuerpos
para orquestar la memorable canción
de nuestra vida.